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La poética de la luz en los pinceles de Olmedo Quimbita

  • Foto del escritor: Albeiro Arciniegas Mejía
    Albeiro Arciniegas Mejía
  • 21 jul
  • 4 Min. de lectura
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Desde Latacunga hacia el mundo, el pintor ecuatoriano Olmedo Quimbita construyó una obra que hoy se reconoce por su lirismo visual y su alto contenido simbólico. El pintor de la luz, como ha sido llamado, dialoga con lo ancestral y lo contemporáneo, con el color y la sombra, con el rito andino y la modernidad global.

 

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Olmedo Quimbita nació en Latacunga, en el corazón andino del Ecuador. Desde muy joven, su vida tomó el rumbo del arte, casi de forma inevitable. Tenía apenas siete años cuando descubrió su vocación. El traslado de su familia a Quito resultó decisivo: la capital ecuatoriana ofreció acceso a museos, galerías y una vida cultural vibrante que marcaría el inicio de su formación artística.


“Allí es donde decidí que tenía que dedicarme por completo a la pintura”, rememora. Su primera formación la recibió en la Escuela de Artes de la Universidad Central del Ecuador. Pero su impulso creador pronto lo llevó más allá de las fronteras. Una visita a Caracas, inicialmente pensada para recorrer museos, se convirtió en una etapa clave. Fue en la capital venezolana donde vendió sus primeros cuadros. “Me emocionó tanto que decidí quedarme. Con eso pagué mis estudios, compré mis materiales y empecé una nueva etapa”, cuenta.


Vivió en Venezuela durante tres o cuatro años y allí se sumergió en un mundo artístico bastante renovado, donde entró en contacto con las obras de grandes artistas contemporáneos como Fernando Botero, Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez.

 

Exposiciones en el mundo

 

Vendría, entonces, un periplo inesperado por distintos rincones del planeta: Egipto, Israel, España, Rusia, Colombia, y más tarde París, Londres y Nueva York. “Fue un viaje no planificado, igual que mis inicios”, dice. En cada destino, los museos y las calles ampliaban su horizonte. Quimbita no solo observaba el mundo: lo interpretaba. Su estilo, que se mueve entre la figuración y lo simbólico, es más una consecuencia de la disciplina y la constancia que una búsqueda premeditada. “No creo mucho en los estilos; creo en el trabajo cotidiano. El estilo se da por sí solo”, expresa.


En su caso, el proceso de pintar nace en un instante etéreo, inmaterial. “Lo que existe es el momento cuando llega ese fluido de creatividad que solo se da en la mente del artista”, dice. Entonces aparece el boceto, a lápiz, y si es posible, la obra es ejecutada de inmediato. “Trato de cerrar el capítulo en ese instante porque sé que, de ahí a mañana, vienen otras ideas.”


Ese impulso orgánico ha guiado toda su carrera. Y quizás por ello su obra no responde a fórmulas ni busca el éxito comercial. “Yo no pinto para vender. Pinto para mí, para mi placer y disfrute”. Solo después, si un amante del arte conecta con esa emoción, la obra encuentra su destino.

 

Los Andes

 

Su obra se ha definido como una forma de poesía visual, una síntesis de culturas, símbolos y colores. La luz es su lenguaje y el color, su instrumento. “Mi paleta realmente es andina. Cuando llegué a Caracas, tuve que aprender a trabajar con tonos caribeños que enriquecieron mi estilo”, explica.


Obras como Peregrinaje a la conciencia #2, pintada durante la pandemia, muestran esa transición hacia una luz más espiritual. En ese lienzo dominado por los azules, el artista reflexiona sobre el retorno a la unidad familiar, ese momento de pausa que trajo la crisis global y que permitió revalorizar la cotidianidad. El azul, tono vinculado históricamente a la divinidad, la sabiduría y la serenidad, llena la escena: el mar, los personajes, las aves, todo fluye hacia una calma metafísica, rota apenas por el fulgor lunar.

 

Una tradición que se renueva

 

En la pintura latinoamericana, nombres como José Sabogal, Francisco Laso o Luis Montero exploraron la figura humana como reflejo de una identidad en construcción. Quimbita prolonga esa búsqueda desde una óptica personalísima. En sus cuadros aparecen presencias afrodescendientes, danzantes andinos, personajes en bicicleta, bajo paraguas, sumidos en lo cotidiano pero atravesados por un halo de magia. Hay un gusto evidente por las fisonomías geométricas, por los rostros de labios gruesos y siluetas que vibran.


El sabor terrígeno está latente siempre, diría un análisis académico. Y si bien el pintor reniega del concepto de “estilo”, lo cierto es que su obra es inconfundible: formas rotundas, color saturado, profundidad simbólica, misticismo andino y un juego constante entre lo humano y lo etéreo.


Olmedo Quimbita es, hoy por hoy, un referente de la pintura latinoamericana contemporánea. A los jóvenes que comienzan en el arte, les recomienda paciencia, constancia y amor por el oficio. “El arte es un viaje hermoso, largo, pero que se consigue con disciplina”. También los previene contra la tentación del mercado: “El arte tiene que ser: arte por el arte. Yo no pinto para vender. Pinto porque tengo algo que comunicar.”


Y si hoy continúa pintando, es porque aún tiene mucho que decir. Sus nuevos proyectos se centran en la niñez, en esa otra forma de luz que es la inocencia. “El niño es luz, es ternura, es pureza”, afirma. Así, su búsqueda de la luz entra en una nueva fase: más íntima, más espiritual, pero con la mirada andina que caracteriza a sus ancestros.

 

 
 
 

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