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  • Foto del escritorAlbeiro Arciniegas Mejía

INVITACIÓN A REÍR EN TIEMPO DE CORONAVIRUS


Este aislarse de la sociedad que nos agobia con el peso de la tarea sin fundamento, es quizá una oportunidad única para que volvamos los ojos hacia nuestra propia interioridad.


Todo es difícil. El silencio. La majestad. Difícil mirar los ojos hondos donde boga la vida. Es difícil. El amor. La sonrisa. Los besos de los inocentes que se enlazan y funden. Difícil no creer en la muerte, porque nadie cree en la muerte, escribía el Premio Nobel de Literatura Vicente Aleixandre.


Llegamos a un punto en que todo se trastoca. La salida al café, las prácticas de fútbol que alimentan el espíritu, las manos que saludan besadas por la dorada luz de un sol que siempre sale. Nada es igual y todo se hunde.


Todo es difícil. Parece fácil y qué difícil es la ausencia, la lágrima muda del enfermo que se quiebra y pierde la costumbre de vivir y se torna vulnerable. Es difícil que alguien esté triste y no grite y no se abrace, triste como la rama que deja caer su fruto para nadie.


En la angustia, cerramos la puerta de la generosidad y abrimos la tranquera del espanto. En España, México o Colombia, el fanatismo toma su partido. Buscamos una causa y la encontramos: La culpa es del gobierno que pudo frenar el contagio y no lo hizo. Pensamos que la hemos encontrado y agachamos la cabeza y la pared se estrecha y quita el aire y también nos mira y nos acusa.


Difícil aceptar que nuestra forma de pensar pudo golpear en las puertas de la muerte. Lo hemos relativizado todo. La vida ya no importa. Decidimos sobre quien nace o quien muere con una facilidad omnipotente. Y es la moda y hay que seguirla y aplaudirla porque de lo contrario eres un facha, un anti progre', un error que ha surgido en la escala evolutiva.


Nada es fácil. Te sientas. Vacilas pensando en el peligro que amenaza si pisas la calle que conduce a los encuentros. El aparente encuentro que te dicta el guion de todos los días, pues olvidas que miras al vecino como si no lo vieras, al mendigo que te estorba, a la humilde señora que no tiene tu glamour ni pedigrí de clase. Al amigo que insultaste sin motivo.


La pandemia enseña que nuestras preocupaciones ecológicas, manoseadas por intereses políticos, son apenas un miedo que tenemos a la muerte. El mundo cualquier día puede sacudirse de nosotros y continuar girando más libre, más limpio, más sublime. En los minutos en que alguno de mis lectores lea estas líneas, miles de animales serán torturados y muertos gracias a nuestra inteligencia superior.


Las redes sociales son un basurero de ideas donde nadie se pregunta. El egoísmo y la tozudez florecen como una negra rosa que se hincha sobre el estercolero de una ciénaga siniestra. Se ridiculiza, se envía, se ataca, se calumnia. Y, así, democratizamos una nueva posibilidad: la del extremista unidimensional que agrega líneas sin fundamento a esta historia universal de la infamia.


Basta. Basta siempre. Sólo quiero la alegría de una muerte cotidiana. Un abecedario de luz en este punto de quiebre. Que una vez entre todas las veces posibles miremos hacia un mismo frente; es ahora cuando, apelando al afecto y la razón, tenemos que responder al inquietante reto: el de medir nuestra grandeza como especie.


Basta. Basta nunca. Pues, a pesar de la crisis, los invito a que riamos con la bondad de los abuelos, abrazados a la gentileza del amigo, ensimismados en los poemas de Neruda. Podemos reír con la sonrisa del agua. Y que la vida enseñe en esta espera y que el desastre sirva para renovarnos. Y, ante el llamado de la muerte, que la última palabra la tenga la poesía.

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